Antes de que llegara la pandemia, los niveles de ocupación y turismo en Europa habían dado la voz de alarma en cuanto a la masificación turística en las grandes ciudades. El sonido de las ruedas de los trolleys se convertían en banda sonora del centro de unas ciudades en las que los pisos Airbnb, las grandes cadenas de ropa y comida a la par que souvenirs, ocupaban el espacio de lo que antaño era vida doméstica y de muchos vecinos con renta antigua.
El sistema hizo que poco a poco ese centro se transformara en turístico, con la denominada gentrificación turística amenazando la sostenibilidad de los destinos, lo que ha acabado siendo la pérdida de los vecinos de toda la vida y negocios tradicionales sustituidos por los que están dedicados íntegramente a los que vienen de fuera.
Algo parecido ha pasado, no sé si dándonos cuenta o no en la música, y más concretamente con los grandes conciertos, dejando el siempre interesante legado de salas relegado a todos esos «vecinos» que tuvieron que olvidarse de los eventos multitudinarios para dejar de afrontar precios desorbitados de las grandes giras. En esas giras de las que hablamos antaño tenían cabida mucha más gente, y que ahora en ocasiones también se da con renombrados artistas nacionales que juegan cada vez más caro en «casa» o incluso en festivales que en 2022 cobraron por servicios que no estuvieron a la altura y cuyas disculpas en redes llegaban después de pagarlos.
En un mundo inflacionista marcado por la subida imparable de la cesta de la compra, de grandes precios y de sueldos semi congelados, el español medio se presta como un pequeño títere en un ring diario en el que los golpes cada vez son más duros.
A todo ello, una sociedad cada vez más individualista se marca sus puntos en forma de quejas en redes sociales, pero que como casi siempre, no vemos reflejado en el día a día real. Las grandes giras se han ocupado de destapar nuestras miserias como individuos capitales en forma de precios desorbitados en cuyo juego entramos de forma directa, a pesar de un mundo virtual de memes, quejas y pantallazos a golpe de Twitter de los que somos espectadores después.
Jugamos con la ley de la oferta y la demanda cada vez más marcada en un momento de subidas exponenciales donde lo que antes veías por 60 euros, ahora lo ves por 120€. Todo ha subido, pero en ese juego de costes que obviamente se ha incrementado todo y para todos, también tenemos algo que decir.
Nos quejamos en su momento cuando Uber cobraba «carreras» para salir de Mad Cool a precio de viajes en avión por Europa, pero muchos participaban en una sangría conocida, esa de oferta y demanda del VTC de turno como si no hubiera otro método de transporte para volver a casa, pero muchos quisieron inflar los precios entrando en el tablero de juego.
La gentrificación musical ha llegado a su modo a los grandes pabellones y estadios, haciendo que la música y por ende, la cultura, sea cada vez más elitista, con unos precios que no paran de aumentar. Si nos quejamos la respuesta es fácil, no asistir, aunque duela, todo con ticketeras que marcan en la época virtual unos gastos de gestión que nos dan para asistir a conciertos de artistas en sala, haciendo realmente un flaco favor a la industria musical del directo más pequeña.
El caso es que hemos aceptado -y comprado- unos precios a veces incomprensibles donde agotamos entradas de 200€ dos años vista, colas virtuales como quien opta a un gran premio en un sorteo, lo que deja claro que para el siguiente, y siguiendo el juego de la demanda, podrán pedirse 300 y así hasta que la teta estalle.
La «liga» de la oferta y demanda en la que se juega en primera en grandes recintos no hace más que ahondar en una experiencia de masas, en la que parte del potencial de su asistencia basa su juego en redes sociales, no tanto en el amor por la música que en muchas ocasiones se queda ahí, ni de asistencia a salas durante el año, más bien como prescriptores del consumo de masas.
Unos directos multitudinarios en los que la gentrificación a la que hacía referencia se transforma también en clasismo musical, donde la pista se paga a precio de oro, olvidando carreras por posicionarte delante, dividiendo por clases, es decir, por poder económico, donde el verdadero fan de antaño se ha ido extinguiendo por las circunstancias en favor del que tiene mayor poder adquisitivo, o por el que está dispuesto a pagar lo que sea por el simple «yo estuve ahí» que reflejar después en su perfiles, con la música muchas veces en segundo plano.
Sin duda, el momento ha querido que convirtamos todo en un espectáculo virtual a veces triste pero muy real a la hora de hacer frente a entradas desorbitadas y gastos de gestión mediante, afrontando un circo musical del que también tenemos parte de culpa.