El directo vuelve convertido en un «terraceo»
“Mejor esto que nada”. Ese es el mantra de la actividad musical en estos tiempos “virales” que nos ha tocado vivir. Convertir una cosa en otra que poco tiene que ver, abocada como sector, el cultural, a vivir en unas circunstancias sumamente complicadas, en las que el margen de maniobra es muy reducido, donde las ayudas y el mirar para otro lado de las instituciones y el Gobierno demuestran que, a pesar de la importancia que tiene la cultura, parecen no importar en estos momentos.
Con el ocio nocturno demonizado, las terrazas temblando ante el pulso de las administraciones y las normas de la nueva normalidad, todo se ha convertido en algo ciertamente anormal y, como tal, la respuesta es más que particular.
Hay que sacar la cabeza y, ante todo, volver a actuar, es por ello que la música ha tenido que “reinventarse” de algún modo para que la misma volviera a sonar en vivo, tras muchos meses y ante un año tan incierto como desastroso para el negocio en vivo y todo lo que conlleva. Porque no solo son los grupos y sus músicos, es la crew que trabaja con ellos, muchas bocas que alimentar, puestos de trabajo, oficinas de management y tantos otros afectados para una industria muy tocada.
Tras la desescalada y el barrido existencial de festivales, los conciertos han pasado a convertirse en ciclos musicales veraniegos de conciertos diarios, sujetos a la normativa sanitaria y de seguridad que, muy a nuestro pesar, convierten los directos en algo que poco tiene que ver a lo que entendemos por un concierto al uso.
Al final, esto es subjetivo, dado que cada uno podrá interpretar a su manera el ver a una banda o su artista favorito en directo, de una u otra manera. Aquí es donde entramos en ese terreno de “defensa” en el que escuchamos eso que decía al comienzo “mejor esto que nada”, “complicado pero emocionante”, “mejor que haya música en vivo de esta manera a que no la haya” y suma y sigue. Todo ello compite en otros términos del público como «insípido«, «qué pena» o «poco tiene de directo».
Sin duda, para todos es bueno que la música sobre un escenario vuelva a sonar en un año tan maquiavélico y de incertidumbre constante como 2020. Otra cosa es el resultado, dado que el sentido del directo, lo que engloba en lo social, palabra maldita a día de hoy, se tergiversa y se pierde nada más acceder por la puerta de los recintos que ocupan ahora los conciertos.
Contamos ya de por sí con las mascarillas, elemento indispensable en nuestra nueva forma de vida y de relacionarnos, si por relacionarse puede entenderse estar con gente cerca tal y como lo hacemos hoy. Las actuaciones, lógicamente limitadas a unos pocos cientos de personas en su gran mayoría, al aire libre, se han convertido en algo así como un terraceo en su máxima expresión. Ahora, las actuaciones pueden ir destinadas a cualquier rango de edad, mi madre propiamente podría disfrutar como nunca de cualquier grupo en la tranquilidad y “seguridad” que aportan las mesas, sillas y espacios acotados que nos tienen reservados.
Asistir a un concierto a día de hoy, en este verano de idas y vueltas, de aperturas y cierres o cancelaciones por sorpresa, es todo menos una quedada. Un terraceo en formato terraza musical donde, sentados en nuestra mesa en cuestión, distanciados los unos de los otros y a golpe de QR pedimos lo que vayamos a tomarnos. Desde el principio al final, a excepción del momento en que vayas al baño, la música se transforma en un teatro al aire libre donde la vives en tu reducto acotado sin más, por lo que más te vale ir acompañado. Es más, la música comparte mismo espacio con otras actividades culturales, de conciertos pasamos a monólogos o actuaciones teatrales, lo que tiene mucho que decir en su nuevo formato.
Si el directo es algo social, a día de hoy lo hemos perdido (momentáneamente). Desde que accedes hasta que abandonas dichos recintos, el acto social de hablar y encontrarte con gente, irte a por una cerveza o buscar al amigo de turno ha desaparecido. Vivimos el concierto a tiro de whatsapp, a golpe de QR para que te traigan el consumo de turno y, disfrutes del artista, enclavado en tu sitio, mientras alzas los brazos en alto, “disfrutas” y te sorprendes con grandes silencios, impropios de la música, entre canciones mientras que no ves a nadie de los que sí sabes que están por ahí.
Un terraceo musical entre olor a palomitas y comida, cual cine de verano en el que el espectáculo se vive con la tensión baja, con los decibelios controlados y una silla en la que buscas acomodarte mientras miras una carta en la aplicación de turno.
Al final, el directo ha vuelto, de alguna forma, que no sé si será la mejor aunque sí más cool y generacional, que seguro es más que emocionante para el artista que un streaming, pero donde el público, y al menos por lo vivido ya en varias experiencias, te deja una sensación tan extraña como impropia de quien sale de una actuación a muy bajas revoluciones internas. Habrá que acostumbrarse dicen, cada uno elegirá tras la experiencia musical que ofrece a día de hoy la música en vivo, la cual podríamos decir, se vive «basada en hechos reales» y reducida en todo.